jueves, 26 de junio de 2014

POR NO SABER DECIR NI YES

Llevo años (al menos desde que observo la presunta incultura general de mis hijos y de otros muchachos de su edad) quejándome de lo poco preparados que están nuestros jóvenes en materia educativa, ya que -por lo general- no son capaces de recitar sin equivocarse el nombre de un par de autores de la generación del 27, confunden (aunque puede que eso sea una suerte, al menos para ellos) a Franco con un futbolista, y no saben dónde nace el Ebro, ni si Anibal es un general cartaginés, de cuando Cartago se comía el mundo, o el protagonista sanguinario de una película, basada -por cierto- en una novela.
Puede que eso sea verdad, pero lo que también resulta evidente es que ellos han sabido adaptarse a las tecnologías y medios actuales, y manejan de maravilla los instrumentos adecuados para encontrar toda la información que necesiten enseguida. Al final pienso que como ocurrió con la irrupción de las calculadoras, que nos hicieron olvidar hasta las tablas de multiplicar, lo mismo pasa con la cultura: para qué la van a almacenar en la cabeza (salvo que quieran participar en "Saber y ganar"), si es más cómodo conservarla en una tablet, en un esmarfon o en otro engendro similar, y echar sólo mano de ella cuando les haga falta buscar alguna información.
Algo parecido ocurre con los idiomas. En mis tiempos de colegio "resultaba elegante y adecuado" estudiar francés, y perder el tiempo con el inglés era casi sinónimo de ser progre y de izquierdas. Hoy, sin embargo, nuestros hijos cantan con una pronunciación casi nativa los grandes éxitos del jigpareig internacional, como nosotros tarareábamos a pleno pulmón en nuestra mocedad las baladas de Los Pecos o los rocanroles de Tequila. Y así nos luce ahora el poco pelo que nos queda a los que no sabemos decir ni yes, cuando nos invitan a presentar un concierto en el que los títulos de casi todas las canciones se pronuncian en inglés.
A ver cómo salgo del atolladero con mi pronunciación ortopédica, aprendida a fuerza de escuchar “Los cuarenta principales” en la radio del coche. 

miércoles, 25 de junio de 2014

TODO SEA POR UN LIBRO




No os asustéis. No voy a picar piedra ni a grabar un disco con mi voz de tenor afónico. Esto sólo lo hago por todos los que me leéis. Porque, si no, dudo mucho de que pudiera seguir escribiendo el libro de nunca acabar que llevo encofrando desde que el Destino decidió darme otra oportunidad de seguir contando mi vida, las que me rodean y las que se me ocurren.
Probablemente estaba demasiado bien acostumbrado en mi casona de Portillo, con su biblioteca que me inspiraba con solo mirar las vigas de madera maciza y los muros de piedra y adobe, esos muros que me aislaban del mundo y de sus ruidos. Ahora en Medina del Campo me ocurre todo lo contrario, vivo de alquiler en un piso, al lado de un parque y cerca de las vías del tren.
En el edificio hay personas que ya vivían en él cuando llegué, y que no tienen por qué alterar sus costumbres con mi llegada. Por eso, mis vecinos, que no deben de oír muy bien, ponen la tele a todo gas desde que se levantan; el ascensor demanda unas gotas de aceite que alivie la artrosis de sus mecanismos; y algunas puertas avisan de su existencia a porrazo puro.
El parque, con la llegada del verano, ha despertado de su letargo no sólo -que sería lógico y disculpable- con las risas y los gritos de los niños, el canto de los pájaros y el ladrido de los perros, sino que además lo han sitiado grúas, hormigoneras y otras máquinas de guerra que me roban el silencio y la paz. Y, para colmo, los trenes no se conforman con pasar, sino que avisan de su entrada o su salida en la estación cercana haciendo ostentación de sus frenos y sus alarmas. Menos mal que Medina ya no es el nudo ferroviario estratégico de antaño, porque si no ni siquiera podría aprovechar el insomnio nocturno ni la tranquilidad que a esas horas invade los domicilios de mis vecinos.
Pero como hay que buscar alternativas y soluciones para todo, aquí estoy, pertrechado de tapones y de cascos, con un zumbido en los oídos que recuerda a la estática de los transistores de antaño cuando no lográbamos sintonizar el dial, para que escucharan nuestras abuelas La saga de los Porretas,  las radionovelas de Guillermo Sautier Casaseca y el consultorio sentimental de Elena Francis.
Todo sea por la Literatura y mis lectores. Ya he dicho muchas veces (creo) que una vez escuché a Manuel Vicent argumentar que para que los lectores disfrutaran de un gran libro, su autor tenía que sufrir mucho escribiéndolo.
Os aseguro que si el axioma es correcto, vais a disfrutar de lo lindo con "El cuento que quisiera escribir contigo". Lo que no sé es cuando. Porque si antes empezaba un cuento y no lo dejaba hasta terminarlo, ahora me ha dado por hacer caso a uno de los asertos del decálogo de Bolaño, y estoy escribiendo seis o siete relatos a la vez, que son tan voraces que no se cansan de crecer a mi costa (o a la de mi creatividad), y aún tengo otros cuatro o cinco por empezar, más alguno de esos inesperados que surgirán a última hora, buscando alojamiento, aunque sea en las páginas menos brillantes del libro. A este paso, la docena que ya ha pagado su pensión completa se va a encontrar con que algún okupa indocumentado trate de usurparle el puesto.
En fin, confío en que al final el libro se llene con los inquilinos adecuados, y que sus andanzas os hagan disfrutar en la misma medida en que yo estoy padeciendo para terminarlo.

jueves, 5 de junio de 2014

LAS TRAGAPERRAS DEL ALCALDE

Os voy a contar una anécdota de la que fui testigo hace tiempo, y que habla por sí sola de la peculiar personalidad del primer edil del ayuntamiento de Valladolid.

Unos amigos me habían invitado a su boda civil, y habían solicitado que los casara un concejal de la oposición, porque sus ideas no comulgaban con las de la primera autoridad de la ciudad. Sin embargo, el alcalde, haciendo gala de su famosa y altanera personalidad, no sólo no autorizó tal circunstancia, sino que mis amigos y todos los invitados tuvimos que tragarnos su ceremonia y sus palabras, sobre todo cuando saltó tan pancho que FJLdlR no era más importante que otro concejal, pero que el alcalde sí, y que mientras que él estaba en la casa consistorial era el único que se encargaba de oficiar casamientos.

He de reconocer que, para mi sorpresa, luego hilvanó bien los trapos y el traje resultante fue bastante curioso. tan curioso como que todavía no sé por qué me niega el saludo cada vez que coincidimos en algún acto público. Será que teme que le contagie alguna infección cutánea si estrecha mi mano, o que considere que en este mundo nuestro de cada día hay clases y castas, y algunos no estamos a su altura. Allá él. Os aseguro que sus modales y su arrogancia no me quitan el sueño.

Y si hoy incluyo en mi comentario a este señor (y le califico así, porque yo también fui de niño a un colegio de pago, donde me enseñaron buenos modales y me regalaron una excelente educación) es porque el lunes por la mañana me quedé de piedra con un comentario que un empleado de la ORA me susurró al oído, con la precaución que emplearía al hacerlo un confidente con la pasma.

Veréis.

Había acudido yo con mi madre al Hospital Clínico Universitario de Valladolid para que le hicieran un control sanguíneo sin aparente importancia. Y como chico prevenido que la vida me ha acostumbrado a ser, aunque eran las 8 de la mañana, la ORA no empieza a funcionar hasta las 9, y el control de mi madre tenía que ser cosa de minutos, eché unos centimillos a una de las tragaperras del alcalde, para que no cantara el buen señor la especial por culpa de un poco de calderilla. Sin embargo, para mi desgracia, y sobre todo para la de mi madre, las cosas se fueron complicando de tal manera que mi madre fue pasando de consultas a urgencias y de allí a quirófanos como quien sale de casa por la mañana, se toma un café en un bar cercano y entra a trabajar en el taller de la esquina. Yo era el único que la acompañaba, y si bien la primera vez que salí a renovar el ticket de la tragaperras de marras lo hice con cierta tranquilidad, porque a mi madre sólo iban a mirarle por qué le había salido un bulto en el cuello, y porque aún no había transcurrido el tiempo necesario para que tuviera que mover el coche. El segundo cambio ya fue más delicado, primero porque el bulto de mi madre se estaba poniendo más rojo que la tarjeta de expulsión que emplean los árbitros, y segundo porque no quería que el señor alcalde volviera a cantar la especial gracias a mí. Pero con el tercero fue la vencida. Mi madre estaba ya en un antequirófano, estable, pero con la expectativa de que tuvieran que practicarle una traqueotomía. A esas horas ya me importaban un pito mi coche y la grúa municipal y hasta las tragaperras del alcalde y que cantara bingo gracias a mi imprevista e indeseada desgracia maternal. Pero una celadora me tranquilizó lo justo, y me animó diciéndome que mi madre estaba en buenas manos y que me daba tiempo a renovar el impuesto revolucionario al que nos someten a los conductores por ocupar la calle que es de todos. El caso es que estaba yo sacando un nuevo recibo de la tragaperras del demonio cuando coincidí con un hombre al que reconocí por su indumentaria como un empleado de la ORA. Le conté mi apuro, y le dije que no tenía ningún problema en renovar el pago del impuesto revolucionario (por supuesto que no empleé esas palabras para argumentar mi demanda), pero que se hiciera cargo del estado de mi madre, y que no me hiciera mover el coche, ya que no sabía cuánto tardaría en volver a encontrar un hueco, al menos a 200 metros de donde había aparcado el coche.

¿Y qué creéis que, para mi sorpresa, me confesó el hombre al oído con la confidencialidad que emplearía un confite de los maderos? Pues que no sólo no podía hacer la vista gorda ni actuar con humanidad, sino que además sus compañeros y él tenían órdenes tajantes del alcalde de aplicar en esa zona la ley de una forma más estricta que en otras de la ciudad, porque por casos como el mío, y otros similares, era donde las tragaperras del eterno gobernante más recaudaban.

Así que supliqué al Destino para que las palabras de la celadora fuesen ciertas, y para que alguien me hubiera dejado un sitio libre, a más de 200 metros, eso sí, de donde estaba aparcado mi coche, y pensé en el lugar donde tendría metida la solidaridad ese gobernante indesgastable que alguna vez practicó el caritativo oficio de médico.

Y enseguida tuve claro que alojaba los sentimientos a la altura del pecho, pero no en el corazón, sino en el bolsillo interior de la americana, que es donde habitualmente los hombres que gastan traje guardan la cartera.