Me levanto temprano para escribir. Estoy
agotando mis últimos días en este suplicio de ladrillo y hormigón en el que
vivo desde hace algo más de un año, pero tengo que seguir avanzando en mi
libro, sea como sea. Dicen que los que madrugan reciben ayudas (no tengo muy
claro de quién, no porque no me sepa el refrán...), pero no es mi caso. Admiro
(o no) a los que pueden escribir puestos hasta el culo de lo que sea y, si se
tercia, con música de Los ángeles del infierno de fondo,
pero no es mi caso: a mí me distrae el revoloteo grácil y colorido de una
mariposa. Así que solo puedo echarme a reír lacónicamente cuando nada más
encender el ordenador, como si me estuvieran esperando, mis vecinos de tabique
encienden la tele a toda pastilla y me meten en la biblioteca a ese presentador
local que se obstina en no llevarme a su programa. Y lo siento mucho, no es
falta de hospitalidad, pero no estoy dispuesto a aceptar que entre en mis oídos
alguien que no quiere nada conmigo. Pero eso no es todo. A pesar del cambio
horario, al día le cuesta desperezarse, abrir los ojos, echar a andar. Sin
embargo mi vecina del cuarto, la que se sobresalta con mis andanzas nocturnas,
padece pesadillas eróticas conmigo y va a protagonizar uno de los relatos más
escarnecedores de mi nuevo libro, parece tener un agujero disimulado en el
techo, como los de las alcahuetas de los burdeles peliculeros, y decide sumarse
a la fiesta, aporreando con un martillo el suelo aquí y allá, como si tratara
de despatarrar a base de martillazos a un ratón esquivo y huidizo que se zafa
constantemente de sus acerados golpes. En fin, será cosa de resignarse y de
mudarse cuanto antes. Mi mente lo agradecerá, y mis lectores (ávidos, espero,
de mi nuevo libro) también.
Posdata: Como el roedor se le resiste, ha decidido sustituir el martillo por un taladro. Qué horror.
Posdata: Como el roedor se le resiste, ha decidido sustituir el martillo por un taladro. Qué horror.
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